El mejor futuro de Cali depende sin duda de que se oficialice su área metropolitana, unida por el corredor férreo, como del desarrollo de las ciudades intermedias que la rodean y que forman parte del sistema de ciudades del río Cauca, unidas por el ferrocarril. Principalmente Santander de Quilichao, Palmira y Buga, a donde se debería reubicar la Gobernación del Departamento, como varias veces se ha sugerido en esta columna.
Es decir, evitar su caótica expansión y acelerado crecimiento poblacional, confundido con su desarrollo, o incluso con su modernización, pese a que ha generado sus actuales problemas de suministro de agua, agravado por la minería descontrolada en los Farallones, peligro de inundación si se rompe el Jarillón, o de un terremoto o los dos juntos, dificultad creciente para la movilidad de sus habitantes, y andenes por los que no se puede caminar.
Como dijo Lewis Mumford hace años (La cultura de las ciudades, 1938), hay que ver la ciudad como escenario de la cultura, y que hoy su progreso depende de atraer personas inteligentes y permitir que colaboren entre si al encontrarse en calles, plazas y parques, mercados, cafés, restaurantes, bibliotecas, museos y centros culturales, como señala Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades, 2011), y en propiciar una mejor convivencia comenzando por eliminar el “ruido ajeno”.
Su ordenamiento territorial hay que entenderlo como una normativa general a partir de un diseño urbano arquitectónico, como indicaba Jane Jacobs hace medio siglo (Muerte y vida de las grandes ciudades, 1961). Y la importancia de regularizar su trazado ortogonal original, de norte a sur y entre la cordillera y el Cauca, con el corredor férreo como eje principal, se entiende leyendo a Sibyl Moholy–Nagy (Urbanismo y sociedad, 1968).
Al tiempo hay que recuperar espacialmente calles, plazas y parques para que faciliten el encuentro. Volver a las fachadas paramentadas, y eliminar los codiciosos voladizos corridos de un extremo al otro. Disponer para construir de los retrocesos incompletos (muelas). Hacer andenes amplios, llanos y arborizados y con pasos pompeyanos donde sea necesario. Dar preferencia en las calzadas a las bicicletas y al transporte público.
Usar la plusvalía para controlar la propiedad privada del suelo, que permite su obsolescencia programada, denunciada por Eduardo Galeano (Me caí del mundo y no sé cómo entrar, 2013); promover las construcciones en altura en los grandes vacíos existentes; agregar pisos para re densificar; usar y no apenas conservar el patrimonio construido; y en lugar de demoler para construir, evitar el desperdicio de lo ya edificado y el consumismo de lo “nuevo”.
Buscar lo verdaderamente sostenible climáticamente, valorando la inversión, trabajo, materiales, agua y energía ya invertidos. Reinterpretar el legado que dejó la arquitectura colonial en el valle del río Cauca, de zaguanes, patios, corredores, recintos genéricos, pocas aberturas, grandes techumbres y el encalado blanco, recursos proyectuales de total actualidad en el trópico caliente.
Pero sobre todo haciendo a Cali una ciudad más sostenible al no extenderla irresponsablemente para beneficio únicamente de los terratenientes que la rodean pero además alargando los servicios y recorridos por cuenta de los contribuyentes. Y que el Estado haga vivienda de alquiler en el medio desocupado centro ampliado de la ciudad, para facilitar el transporte y la movilidad social de los caleños.
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